lunes, julio 12, 2004

Guadalupe

Les voy a contar la historia de un amor prohibido que, como todo lo prohibido, implica descubrimiento de posibilidades insospechadas, trémulo palpitar en la oscuridad con la certeza lacrimosa del gozo olvidado.

Me casé en octubre de un año ya divorciado de mi existencia. Era una persona sencilla y maravillosa, descubrimos el amor como se suele hacer, creyendo que no hay fuerza más viva, que no hay otro amor mayor. Nos bastábamos como instrumento para entender al mundo, nunca nos faltó nada, de inmediato amueblamos la casa y con la ingenua intención de poder usarlo todos los días, guardamos nuestro amor en el refrigerador de la rutina.

La gota de los días perforó ambos pechos y un gusano lento comenzó a roer los corazones, con frío y sequedad, con la inobservancia del otro, un par de gusanos habitando un par de cuerpos, mirándose a traves de las cuencas ópticas. Mi cuerpo ya no era más que un muñeco de cera en la cama, estuche que se cerraba al encajarse los muñecos en sus cavidades. Tantos años que pude haber reído, tanto tiempo que pude haberle dedicado a alguien, a quien fuera. Tanto tiempo para estremecerse y nada. Fué como dormir media década sin siquiera soñar. Nuestros cuerpos dejaron de ser llaves de liberación y conocimiento, para convertirse en trajes de frío cemento, mis caricias en su cara modelaban la mezcla húmeda de halagos repetitivos.

Entonces apareció. Le conocí gracias a su parentesco con mi pareja, había venido a la ciudad para estudiar su carrera profesional en la misma facultad en la que yo estudié, lo cual fue el detalle necesario para establecer una relación. Libros, teorías, maestros, anécdotas, un poco por alimentar mi ego empecé a abrirle las puertas al mundo de conocimientos y experiencias de mi profesión. Inocentemente me llené de halago por sus acercamientos, había una nueva fuente de vida en poder compartir con alguien todas aquéllas experiencias que se quedaban en la oficina y se diluían en una injusta vergüenza una vez traspasado el umbral de casa con un "sí mi amor, me fue bien en el trabajo".

Me hacía preguntas y yo le sorprendía con una broma, pero después empezó a superarme con otras y yo tenía que ir a los libros, inspirarme para superar sus preguntas y asombrarle cada vez más. En su escuela (lo supe por sus amistades) estudiaba febrilmente con impulso y alegría inigualables. Por mi parte, la actualización de mis conocimientos empezó a ganarse el respeto de mis jefes y pronto me ascendieron. Cuando se lo comuniqué me respondió con asombro que también había recibido reconocimientos en su salón de clases. Crecíamos de la mano. Festejamos en casa, bebiendo y preparando una comida especial para la ocasión, mientras mi cónyuge apenas nos miró como un mundo extraño, incomprensible, una relación compuesta de señales indescifrables; sin concederle mayor importancia, pasó la mayor parte del tiempo viendo televisión, mientras en la mesa hacíamos nuestras evaluaciones y resúmenes de los triunfos obtenidos. De repente, instalamos la seriedad - Que esto nos dé pie para mayores avances - declaré, solemne. - No hay que dormirse en los laureles del éxito - me respondió. Mirándonos fijamente esperamos para ver a quien se le desbarataba primero la cara de risa.

Hasta entonces siempre me había visitado y yo nunca había ido a su departamento de estudiante en la colonia Cuauhtémoc. Ese día salí temprano del trabajo y me quedaron tres horas que no tendría que explicar a nadie, me puse a pasear por la ciudad en el automóvil, sin pensarlo me dirigía hacia donde me había dicho vivía. Encontré el departamento que coincidía con las señas, pero extrañamente incómodo, no me decidía a bajar del carro. Le dí una vuelta a la manzana cuando los vecinos empezaron a fijarse en mí. Al fin toqué a la puerta. No estaba, me iba y nos encontramos. Traía una botella de refresco en la mano, balanceándola. Me miraba sonriente. Un pasador de hierro me atravesó la garganta y la parálisis me impedía cualquier movimiento, comencé a cascabelear como motor descompuesto y a emitir gestos absurdos. En mi inconsciencia, me había olvidado de fabricar alguna excusa con detenimiento. ¿Qué explicación darle? ¿Cómo decirle por qué estaba ahí? ¿Cómo decirle que tenía ganas de verle, unas ganas atroces de que charláramos juntos? Pero, como si leyera a través de mí me dijo "por aquí vive alguno de tus clientes, venías a verlo y se te ocurrió visitarme", le arrastré un enclenque "sssí". Y empezó a hablar, con toda la naturalidad del mundo, a conducirme adentro, a acomodarme en un sillón, a servirme refresco, etc. Pasó algo extraordinario: yo, que en su presencia siempre me había sentido con casi demasiada inspiración para conversar ingeniosamente, improvisar, deslumbrar, ahora por vez primera me quedaba sin palabras en su compañía. Parecía que apenas y le acababa de conocer, cuando un día antes sentía que le conocía de toda la vida. Mi visita era absurda, fuera de tiempo y lugar. Una visita que no debía ser así, a solas, dos personas adultas encerradas en una habitación. No había razón lógica para estar ahí, traté de buscarla por todo el cuarto, en algún libro prestado, en una noticia que darle, nada. Procuraba no verle, tratando de fijar mi vista en algo más allá del silencioso reclamo de sus ojos. Por fin se me acercó a traerme el refresco y, al estirarse sobre mí para dejar el vaso en una mesita de al lado, obstruyó por completo mi campo visual. No pude entonces ignorar la razón que, sin saberlo, buscaba. Mi boca se humedeció en la suya.

En mi torpeza, embriagada por la novedad y la frescura, descubrí la torpeza, la novedad y la frescura también: era virgen, y supe que yo respetaría eso. Nos pasamos la tarde acariciándonos el pelo y hablando; plenitud de desconcierto, llanto y risa que se despedían de antiguos ropajes de timidez y máscaras hartas de las que ese día, con un solo beso que encerró todos los minutos desde que nos conocimos, nos habíamos liberado y con las cuales jugábamos ahora, intercambiando fragmentos, sustituyendo, en la burla de un pasado, por otros, creando absurdo tras absurdo, revelando la verdadera naturaleza de cualquier imagen fabricada que intenta estúpidamente reclamarse como lo que se es. Por último reconstruimos el viejo escenario, nos miramos a los ojos y nos tendimos sobre él por un largo rato, en un abrazo protector que intentaba cegar la visión del día que se alejaba hacia nuestro adiós. Qué chistoso cuando empiezas a criar preguntas con la esperanza de verlas crecer: ¿y ahora?, ¿hasta dónde nos atreveremos a llegar?, ¿nos veremos mañana? sólo un minuto más, por favor. Aplicamos la teoría de la relatividad: el tiempo se dilata dependiendo de con quién estés. Tocaron a la puerta.

Con el primer toquido a la puerta, sin pasador, ésta se abrió y apareció mi pareja en el umbral, primero incredulidad, después asco, luego furia y por último profundo abatimiento. Alzó la vista cuajada en lágrimas para alcanzar a decir mi nombre como el de una persona inexistente: ¡Guadalupe!.