sábado, diciembre 18, 2004

Clarissa

Clarissa entró en el comedor.Su cara reflejaba la tensión que momentos antes soportó en el despacho del Señor Vélez. La proposición fue hecha con un descaro imposible de creer en alguien tan experimentado como el Señor Vélez. El "no" de Clarissa fue rotundo y definitivo. La bella muchachita jamás traicionaría a Ricardo Gabriel. Y Ricardo Gabriel jamás volvería a trabajar en la empresa. El padre de Clarissa, sentado a la mesa, vió pasar a la muchacha y dirigirse hacia su recámara, donde la oyó derrumbarse sollozando en la cama. El viejo rugió: - ¡Así que le dijiste que no!, acabo de telefonear a la empresa y ya me enteré. Seguramente lo hiciste por el pobre diablo ése de quien te crees enamorada, ¡vas a ver! - y levantándose de la silla, fue a la recámara para abofetear a Clarissa, gritándole: - ¡Estúpida! - luego salió azotando la puerta.

Ojalá y le pudiera decir a la Clarissa el nombre de su verdadero padre: Don Antonio Fuentes, dueño de la empresa. Pero yo soy siempre la que debe callar, ésa es la historia de mi vida, callar. Nunca hablar ni protestar, no decir a mi padre que dejara de golpear a mamá, nunca decir: "¡ya no papacito!, ¿por qué le pegas así?". No quejarse. Con Lalo tuve suerte por un tiempo, pero otra vez tengo que callar para él y por los niños, si no estuvieran tan chiquitos, pero éllos me necesitan. ¡Ay, Toño!, sólo tú me permites hablar, aunque no me escuches, ni sepa yo hasta cuándo me permitirás enjarrarme de ganas en tus brazos, aprovechándome de tu juventud, de ser mi único placer. Pinche espejo, ya sé que tengo más arrugas, todavía pequeñas pero arrugas al fin y al cabo, ya sé que no dejo de engordar. Toño, te necesito tanto ¿cómo retenerte de perdida un mes más?. Necesito cambiar de facha, si tuviera dinero me arreglaría el pelo, me lo pintaría rubio, como la Clarissa. ¿Y si usara el dinero que Lalo guarda detrás de la Virgen? no le busques Irene, capaz que Lalo se da color y entonces sí... pero después puedo reponerlo sin que lo note... mmmh. Será de un rubio miel, brilloso. ¿Qué dirán mis chamacos cuando vean a su mamá toda güera?.

Dos días después, Irene tocó a la puerta del departamento de Toño. Era un cuchitril miserable de una cuartería no menos miserable, ubicada en un sórdido barrio de la ciudad. Ella lucía orgullosa su nuevo color de pelo, además de vestir una minifalda negra. Esperaba despertar inmediatamente el deseo de Toño. Trataría de mantenerse siempre de frente a él, ocultando la celulitis en el reverso de sus muslos. Toño abrió la puerta, vestía tan sólo una toalla alrededor de la delgada cintura. Los deseos precipitados fueron los de Irene, quien se abalanzó a besarlo. El se mantuvo impasible, mientras una voz femenina, casi susurrante, preguntaba desde la cama en una esquina, del único cuarto del departamento maloliente a cerveza y sexo ajeno: - ¿Quién es, Tony? - las palabras retumbaron como cazuelas en la cabeza de Irene, cuyos desorbitados ojos alcanzaron a vislumbrar una figura ceniza entre las sábanas, vuelta de espaldas, con una interminable cabellera negra reluciendo a las cortinas de luz colándose por la puerta entreabierta. - Te dije que nunca me buscaras tú a mí, lárgate - tales fueron las palabras del moreno galán, ni siquiera Ricardo Gabriel lo hubiera dicho más amargamente. Toño empujó a Irene fuera del cuarto, después cerró la puerta, dejando a la rubia de estreno babeando estupefacta frente a sus defecadas ilusiones; tras un segundo de mil años, la puerta se volvió a abrir y un extrañado Toño asomó la cara preguntando: - ¿Qué chingados te hicistes en el pelo? - bueno, al menos sí lo había sorprendido.

Sonámbula, Irene emprendió el regreso a casa. El reguero de lágrimas disolviendo las capas de cosméticos baratos desfiguraba su rostro. Sumergida en una tina de sueños sucios, Irene llegó al hogar. En la recámara, Lalo hurgaba obstinado las espaldas de la Virgen. Vaharadas de aliento alcohólico la asfixiaron, mientras furiosas imprecaciones preludiaban la aparición de las letritas de créditos - ¡Ah, cabrona! ¡ya sé de dónde sacaste la feria para pintarrajearte! ¡pinche puta! ¡no te agüites, ahorita te voy a poner de todos colores! ¡y gratis, pendeja! - sólo que las letritas llegaron en forma de patadas, golpes, rodillazos e inclusive una compasiva bofetada inicial. El aliento de Lalo sacudió en Irene el lejano recuerdo de un cuarto en el centro del mundo. Se aferró a ese recuerdo lo mejor que pudo, mientras el justo castigo caía sobre ella (no es justo dejar a alguien sin sus cheves diarias y menos aún cuando se encuentra atormentado por la inminente amenaza de la cruda).

Afortunadamente, los hijos del católico matrimonio: Robertito, Marcelita y Leticia, de seis, cuatro y un año, respectivamente, se encontraban en esos momentos al cuidado de una amiga en la vecindad contigua. ¿Cómo podría Irene, sin parientes cercanos que la ayudasen, ni más que tercero de primaria, cuidar ella sola de sus hijos?. Aunque precariamente, las filtradas aportaciones de Lalo al gasto de la casa, procuraban el sustento de las criaturas. Los vínculos emocionales que mantienen unidas a ciertas parejas, pueden ser de la naturaleza más extraña y sublime.

Cansado de tanto hacer ejercicio con su esposa (una buena terapia conyugal), el agotado Lalo salió de la casa con rumbo a la cantina de la esquina. Hasta la peda se le estaba bajando, con algo de suerte encontraría un amigo que lo invitara a pistear.

Dormir en el suelo es una sana cura para dolores musculares, pero hay afecciones que requieren de perseverancia en el tratamiento; de cualquier manera Irene se levantó y, secándose la última lágrima, encendió el televisor. El tema musical de "Clarissa" tranquilizó un poco su maltrecho cuerpo. Era el episodio final, la boda de Clarissa y Ricardo Gabriel. Por lo menos en algún lugar del mundo la vida era una cosa bonita, que valía la pena. Al realizarse la unión definitiva, Irene recomenzó el llanto. Le había estallado una hemorragia interna.