miércoles, septiembre 22, 2004

La caída al infierno

Para qué la prisa, para qué el ánimo de narrar, para qué el ánimo. Tengo que arrancarte aunque se me vaya el corazón contigo. Tengo que sacarte de aquí. Aunque me tarde meses. Aunque me tarde años. Para qué la prisa si tengo todo el tiempo del mundo. Y si el tiempo no lo aproveché contigo, para qué aprovechar el tiempo. Tarde o temprano tendrás que salir de mí.
Estábamos dentro el uno del otro. Pero yo te buscaba por fuera, te buscaba en el trabajo, te buscaba en tu ausencia, te buscaba en tu presencia, te buscaba en los amigos. Te buscaba en otras mujeres. Hasta darme cuenta de que estabas en mí, muy adentro. Pero me di cuenta porque empecé a darme cuenta de que yo ya no estaba en ti.

Ahora, inútil entrar. Inútil aunque sea tocar. Ni siquiera gritar. Por todo el amor que te dé y por todos nuestros hijos muertos, yo ya no estoy ahí. Ni estaré. Sólo me queda sacarte. Sacarte, sacarte, sacarte. Escribir hasta que llegue el olvido: "Ella ya no es tuya, tú no debes ser de ella". Escribir hasta que llegue el olvido, como el sueño plácido que duermes en este instante. Para eso hay días, para eso existe el tiempo.

Este es el mensaje de una cicatriz futura. ¡Cómo dicen cosas las cicatrices!. Y cómo nunca cerrarán la herida, tan sólo la cubrirán porque en cuanto veas la hoja, dentro de diez, veinte o treinta años, el dolor regresará. Sin una gota de sangre, pero ahí estará. En realidad no me importa narrar. Lo que deseo es que me importe olvidar. Si sientes cacofonías es porque yo las tengo. Tengo las cacofonías de un nombre repitiéndose sin cesar. Tengo el dolor incrustado. Tengo mi llanto inútil ni siquiera como señal. Tengo una cara que no significa nada.

En un orden exacto, milimétrico, deber ir cayendo, pieza a pieza tu cuerpo. Pero eso será lo último porque tu cuerpo es lo más difícil de olvidar. Yo tengo que ver la caída de todo. Tengo que soportar todo el desfile al abismo. Y debo sobrevivir el simple hecho de ver, porque sólo así valdré la pena para ser postergado. Aunque mi valor dé pena: de mi pena, valor. Valor de ver. Valor de afrontar. Valor de morir. Valor de vivir.

jueves, septiembre 09, 2004

Adquisición de una Verdad

Aquél anuncio en el periódico decía más o menos así:
"Se vende Verdad en buen estado, bastante sólida, con Dios incluído (si Usted gusta). Si su carácter es fuerte, por lo menos se garantiza una página en la Historia. Interesados llamar al teléfono 2-61-03 o acudir a Valladares #301".
No decía el precio. Decidí ir. Había como veinte anuncios parecidos en el diario, pero sólo garantizaban cierto éxito; algunos fabricantes eran dependencias del estado y otros eran compañías privadas, de las cuales sólo tres o cuatro, prósperas y bien establecidas, vendían verdades costosas y de calidad; las demás compañías compensaban la baratez de su mercancía aumentando la cantidad y la variedad. La prosperidad de aquéllas tres o cuatro compañías que vendían "bueno y caro", era que su producto consistía en uno solo, pero al vendérselo al comprador, le concedían la libertad de interpretarlo libremente, lo que en la mayoría de los casos, abarataba el costo y disminuía las garantías, reduciendo la Verdad al nivel de las producidas por las compañías de verdades variadas y abundantes; la Verdad se adaptaba al precio y al cliente.

Estuve tentado a conseguirme una Verdad del estado o una de ésas verdades adaptables, pero pagaría mucho por ella, de eso estaba seguro, la quería costosa.

Entonces la ví, perdida entre la multitud de ofertas. Esta era diferente, para empezar el fabricante era una persona en particular, no como todos los demás, que ya tenían su compañía establecida; además, garantizaba una página en la Historia: la gloria, lo que yo quería, escapar de las modas, ir más allá del éxito; y como añadidura incluía a Dios, hasta parecía que yo la había mandado a hacer. Pero era cara. Debía ser cara, si garantizaba la gloria, debía de serlo. Más eso no importaba, pagaría cualquier precio por una verdad así.

Poco tiempo transcurrió entre mi lectura de los avisos clasificados del periódico y el sonido del timbre en Valladares #301. La puerta se abrió y apareció un anciano vivaz, con una sonrisa apacible y bondadosa. Le di los buenos días y me los devolvió con un amable tono de voz; a continuación, me cuestionó - ¿Qué se le ofrece? - su forma de mirarme, la manera en que me trataba y su completa serenidad, me hicieron pensar que tan sólo me había dicho - Sabía que vendrías - pero el asunto que me ocupaba era para mí tan urgente, que rápidamente dejé mis especulaciones para más tarde y le expliqué al viejo la razón de mi visita. Don Alfonso (así me dijo que se llamaba) me hizo pasar a la sala, nos sentamos y conversamos acerca del negocio que teníamos en común, tomamos café, y cuando quedamos de acuerdo, él fue a un cuarto detrás de la casa y volvió trayendo en sus manos un envoltorio de forma plana y cuadrada (para entonces ya me había dicho que no lo abriera hasta llegar a mi casa). Recibí el envoltorio, era ligero y medía como medio metro cuadrado. Tras unas breves pero corteses palabras de despedida, salí de aquélla casa; sólo entonces me di cuenta de un detalle: nunca me presenté al anciano y sin embargo durante toda nuestra plática, él me estuvo llamando por mi nombre del modo más familiar que sea posible imaginarse. Aceleré mi paso, porque nunca antes en mi vida había visto a Don Alfonso.

Por supuesto, estaba nerviosísimo cuando llegué a mi casa, pero ni tardo ni perezoso procedí a abrir el paquete. Era un espejo. Al principio me molesté, creyendo haber sido embaucado, pero miré mis ojos, y en ese mismo momento, me di cuenta de que tenía que empezar a pagar lo que había adquirido.