miércoles, julio 28, 2004

En el Hábitat despunta el alba

Un vagabundo reposa en el callejón contiguo a los edificios de la Razón, grises y metálicos. Se levanta penosamente de su cobijo de recuerdos despreciados, toma uno medio perdido y lo masca en silencio, mientras avanza hacia la calle. 
Por la calle se escabullen unas figuras de forma vagamente familiares, pero irreconocibles. Los primeros contenidos comienzan a aparecer en las aceras. El Hábitat se ilumina por completo cuando el vagabundo penetra a la mole oscura del edificio. 
Adentro, los Funcionarios del Silogismo lo ignoran, si acaso uno que otro lo mira con desprecio. El vagabundo se acomoda en el rincón menos atestado, escupe su recuerdo y recoge otro del cubo de basura en el escritorio más próximo. Se distrae un momento a observar la entrada prepotente del Señor Persona, escoltado por media docena de guardaespaldas, vestidos de negro, con las caras cubiertas por capuchas del mismo color, todos están armados con culpas de alto calibre. También acompañan al Señor Persona cinco mensajeros que constantemente le suministran informaciones en secreto. El vagabundo conoce muchas cosas del Señor Persona, algunas por los recuerdos que encuentra tirados, otras por las habladurías de los transeúntes. Unos hablan de él como "la mano férrea que conduce el destino", otros lo vinculan al tráfico de sustancias ilícitas. El vagabundo también ha escuchado voces de conspiración en contra del Señor Persona. 
En alguna época caracterizada por políticas de extrema dureza, se decretó la cárcel para los vagabundos. Inmediatamente apresaron al vagabundo y durante cierto tiempo no se vió por las calles ni a él, ni a ninguno de su especie. Todos los habitantes trabajaban con eficacia, pero la inquietud empezó a surgir sin motivo aparente. El Señor Persona trabajó arduamente para volver a la calma, pero no lo logró hasta que se le ocurrió mirar por el ventanal de su oficina, hacia la calle mientras se preguntaba por qué tenía que tomarse la molestia de realizar ese trabajo y se descubrió a sí mismo buscando un vagabundo en las calles que lo hiciera pensar: "mírate, tú eres alguien, tienes una posición por la cual trabajar, no como ése vagabundo en la calle", entonces descubrió la causa de la inquietud y mandó liberar al vagabundo. En poco tiempo las cosas volvieron a la normalidad. 
Quizás nadie conozca mejor al Señor Persona que el vagabundo, él sabe de sus acreedores, los temores, de sus negociaciones secretas con la Mafia de los Deseos, de su carrera profesional, de su vida... y de su origen. 
Después del paso de la comitiva, el vagabundo regresa a las calles, escabulléndose por los rincones y evitando los pesados cargamentos de ideas con rumbo a los edificios de la Razón, para ser procesadas. Sólo el vagabundo conoce la entrada a sus sótanos, ahí donde se encuentran los cimientos, pero rara vez los frecuenta, excepto cuando quiere llegar rápidamente a la azotea... que se encuentra un piso más abajo. 
En la calle, el Departamento de Válvulas, cuya mesa directiva está integrada por los cinco consejeros del Señor Persona, comienzan su rutina de limpieza, recogiendo los recuerdos tirados. Eso no preocupa al vagabundo, pues tiene sitios especiales donde guarda reservas de recuerdos fuera del alcance de las Válvulas. 
Mientras se adentra en el Hábitat, el vagabundo alcanza la Zona de los Sentimientos, donde suelen gestarse los motines y toda clase de actos violentos e inusitados. Ahí se comercia con lujurias, envidias, ternuras y toda clase de sustancias. Son un secreto a voces las visitas de altos funcionarios para surtirse de ellas. Cuando obscurece, el Hábitat queda en poder de los amos de la Zona: la Mafia de los Deseos. Si una idea anda aún en las calles a ésa hora, no tardará en ser asaltada, si sobrevive sufrirá una transformación tal, que terminará sus días entregándose a cualquier forma conceptual a cambio de un puñado de ingenio. 
Más allá de la Zona, se encuentran los Campos de Necesidades, labrados por centenares de Automatismos anónimos, los cuales generalmente realizan su labor con silenciosa eficacia, aunque a veces su trabajo sea desperdiciado debido a pesados trámites burocráticos, que ocasionalmente los asignan a labrar campos ya satisfechos o incluso inexistentes, no tanto por complicaciones administrativas, sino principalmente por vericuetos políticos. 
Empieza a oscurecer y el Departamento de Válvulas ha dejado de operar, el vagabundo aprovecha la ocasión para desenterrar un recuerdo profundo. Con calma empieza a chuparlo, está jugoso y lleno de emociones. Repentinamente lo asalta una vieja idea desviada, deseosa de arrebatarle el contenido del recuerdo, el vagabundo húye pero la idea se asocia con otras y empieza a cobrar la forma de un sueño. El vagabundo no tiene más remedio que entregarles su recuerdo. Es un juego antiguo como el Hábitat, el vagabundo no puede ingerir recuerdos sin procesar, así que provoca éstos asaltos para quedarse con los desechos. 
Antes de dormir, recuerda los tiempos en que no había calles ni edificios, sólo inmensos campos de necesidades insatisfechas. Los deseos pertenecían a una especie animal, vagaban libres y salvajes por los campos. Pero uno de ellos empezó a adquirir costumbres, luego lenguaje y después poder. Procesó ideas, tendió líneas de pensamiento, edificó mecanismos de defensa e hizo nacer la civilización. Después de un tiempo, ese deseo se volvió irreconocible gracias a una máscara que elaboró. E hizo que lo llamaran "Señor Persona". 
El vagabundo observa los cambios del Hábitat con indiferencia, ha visto surgir la Anarquía, la Dictadura y vagas formas democráticas, pero sigue sin encontrar su objetivo. Sabe que en algún lugar debe estar escondido un vagabundo solitario. Sabe que cuando se encuentren, será sobre las ruinas del Hábitat y no habrá razones, deseos o máscaras entre ellos. Será el encuentro final que marcará la caída del Hábitat, quedando sólo recuerdos amontonados. El y su compañero se sentarán tranquilos a devorarlos, uno tras otro, lentamente. Eternamente.   

viernes, julio 23, 2004

Don Juan, el de la primera plana

Don Juanito siempre quiso salir en el periódico. A sus cincuenta y tantos años no había hecho nada de su vida para ello. A sus cincuenta y tantos años pidió trabajo en un periódico. Le dieron trabajo de escoba y plumero. A sus cincuenta y tan/ por fin salió en el periódico, cuando se aventó un clavado de perfil a los rodillos de la rotativa.

lunes, julio 12, 2004

Guadalupe

Les voy a contar la historia de un amor prohibido que, como todo lo prohibido, implica descubrimiento de posibilidades insospechadas, trémulo palpitar en la oscuridad con la certeza lacrimosa del gozo olvidado.

Me casé en octubre de un año ya divorciado de mi existencia. Era una persona sencilla y maravillosa, descubrimos el amor como se suele hacer, creyendo que no hay fuerza más viva, que no hay otro amor mayor. Nos bastábamos como instrumento para entender al mundo, nunca nos faltó nada, de inmediato amueblamos la casa y con la ingenua intención de poder usarlo todos los días, guardamos nuestro amor en el refrigerador de la rutina.

La gota de los días perforó ambos pechos y un gusano lento comenzó a roer los corazones, con frío y sequedad, con la inobservancia del otro, un par de gusanos habitando un par de cuerpos, mirándose a traves de las cuencas ópticas. Mi cuerpo ya no era más que un muñeco de cera en la cama, estuche que se cerraba al encajarse los muñecos en sus cavidades. Tantos años que pude haber reído, tanto tiempo que pude haberle dedicado a alguien, a quien fuera. Tanto tiempo para estremecerse y nada. Fué como dormir media década sin siquiera soñar. Nuestros cuerpos dejaron de ser llaves de liberación y conocimiento, para convertirse en trajes de frío cemento, mis caricias en su cara modelaban la mezcla húmeda de halagos repetitivos.

Entonces apareció. Le conocí gracias a su parentesco con mi pareja, había venido a la ciudad para estudiar su carrera profesional en la misma facultad en la que yo estudié, lo cual fue el detalle necesario para establecer una relación. Libros, teorías, maestros, anécdotas, un poco por alimentar mi ego empecé a abrirle las puertas al mundo de conocimientos y experiencias de mi profesión. Inocentemente me llené de halago por sus acercamientos, había una nueva fuente de vida en poder compartir con alguien todas aquéllas experiencias que se quedaban en la oficina y se diluían en una injusta vergüenza una vez traspasado el umbral de casa con un "sí mi amor, me fue bien en el trabajo".

Me hacía preguntas y yo le sorprendía con una broma, pero después empezó a superarme con otras y yo tenía que ir a los libros, inspirarme para superar sus preguntas y asombrarle cada vez más. En su escuela (lo supe por sus amistades) estudiaba febrilmente con impulso y alegría inigualables. Por mi parte, la actualización de mis conocimientos empezó a ganarse el respeto de mis jefes y pronto me ascendieron. Cuando se lo comuniqué me respondió con asombro que también había recibido reconocimientos en su salón de clases. Crecíamos de la mano. Festejamos en casa, bebiendo y preparando una comida especial para la ocasión, mientras mi cónyuge apenas nos miró como un mundo extraño, incomprensible, una relación compuesta de señales indescifrables; sin concederle mayor importancia, pasó la mayor parte del tiempo viendo televisión, mientras en la mesa hacíamos nuestras evaluaciones y resúmenes de los triunfos obtenidos. De repente, instalamos la seriedad - Que esto nos dé pie para mayores avances - declaré, solemne. - No hay que dormirse en los laureles del éxito - me respondió. Mirándonos fijamente esperamos para ver a quien se le desbarataba primero la cara de risa.

Hasta entonces siempre me había visitado y yo nunca había ido a su departamento de estudiante en la colonia Cuauhtémoc. Ese día salí temprano del trabajo y me quedaron tres horas que no tendría que explicar a nadie, me puse a pasear por la ciudad en el automóvil, sin pensarlo me dirigía hacia donde me había dicho vivía. Encontré el departamento que coincidía con las señas, pero extrañamente incómodo, no me decidía a bajar del carro. Le dí una vuelta a la manzana cuando los vecinos empezaron a fijarse en mí. Al fin toqué a la puerta. No estaba, me iba y nos encontramos. Traía una botella de refresco en la mano, balanceándola. Me miraba sonriente. Un pasador de hierro me atravesó la garganta y la parálisis me impedía cualquier movimiento, comencé a cascabelear como motor descompuesto y a emitir gestos absurdos. En mi inconsciencia, me había olvidado de fabricar alguna excusa con detenimiento. ¿Qué explicación darle? ¿Cómo decirle por qué estaba ahí? ¿Cómo decirle que tenía ganas de verle, unas ganas atroces de que charláramos juntos? Pero, como si leyera a través de mí me dijo "por aquí vive alguno de tus clientes, venías a verlo y se te ocurrió visitarme", le arrastré un enclenque "sssí". Y empezó a hablar, con toda la naturalidad del mundo, a conducirme adentro, a acomodarme en un sillón, a servirme refresco, etc. Pasó algo extraordinario: yo, que en su presencia siempre me había sentido con casi demasiada inspiración para conversar ingeniosamente, improvisar, deslumbrar, ahora por vez primera me quedaba sin palabras en su compañía. Parecía que apenas y le acababa de conocer, cuando un día antes sentía que le conocía de toda la vida. Mi visita era absurda, fuera de tiempo y lugar. Una visita que no debía ser así, a solas, dos personas adultas encerradas en una habitación. No había razón lógica para estar ahí, traté de buscarla por todo el cuarto, en algún libro prestado, en una noticia que darle, nada. Procuraba no verle, tratando de fijar mi vista en algo más allá del silencioso reclamo de sus ojos. Por fin se me acercó a traerme el refresco y, al estirarse sobre mí para dejar el vaso en una mesita de al lado, obstruyó por completo mi campo visual. No pude entonces ignorar la razón que, sin saberlo, buscaba. Mi boca se humedeció en la suya.

En mi torpeza, embriagada por la novedad y la frescura, descubrí la torpeza, la novedad y la frescura también: era virgen, y supe que yo respetaría eso. Nos pasamos la tarde acariciándonos el pelo y hablando; plenitud de desconcierto, llanto y risa que se despedían de antiguos ropajes de timidez y máscaras hartas de las que ese día, con un solo beso que encerró todos los minutos desde que nos conocimos, nos habíamos liberado y con las cuales jugábamos ahora, intercambiando fragmentos, sustituyendo, en la burla de un pasado, por otros, creando absurdo tras absurdo, revelando la verdadera naturaleza de cualquier imagen fabricada que intenta estúpidamente reclamarse como lo que se es. Por último reconstruimos el viejo escenario, nos miramos a los ojos y nos tendimos sobre él por un largo rato, en un abrazo protector que intentaba cegar la visión del día que se alejaba hacia nuestro adiós. Qué chistoso cuando empiezas a criar preguntas con la esperanza de verlas crecer: ¿y ahora?, ¿hasta dónde nos atreveremos a llegar?, ¿nos veremos mañana? sólo un minuto más, por favor. Aplicamos la teoría de la relatividad: el tiempo se dilata dependiendo de con quién estés. Tocaron a la puerta.

Con el primer toquido a la puerta, sin pasador, ésta se abrió y apareció mi pareja en el umbral, primero incredulidad, después asco, luego furia y por último profundo abatimiento. Alzó la vista cuajada en lágrimas para alcanzar a decir mi nombre como el de una persona inexistente: ¡Guadalupe!.

lunes, julio 05, 2004

Aquélla tarde

junto a una charca, en un delgado tronco de árbol cantaba una cigarra. Unos sapos salieron del agua y le dijeron a la cigarra: - ¡Qué horror! vete con tu ruido a otra parte, eres detestable, no conoces la verdadera música, ¡escucha! - y todos los sapos se pusieron a croar.

Mientras tanto, la tarde me parecía de lo más precioso. La naturaleza mostraba todo su esplendor y la orquesta de sapos y cigarra revalidaba la belleza eterna de la sencillez. Hasta que noté un cambio en la música: ya no se oía el canto de la cigarra y sólo quedaba el croar de los sapos. Uno de ellos, al parecer excesivamente molesto, devoraba a la cigarra. Entonces pensé, que para nosotros los jilgueros, éstas cosas no son más que fábulas absurdas de la vida.